miércoles, 15 de junio de 2011

Yasujiro Ozu, un poeta del séptimo arte.





Yasujiro Ozu, eminente cineasta que, junto a Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa, a mi juicio componen el triángulo de los forjadores del cine clásico de Japón; y que siempre aporta alguna película, que suele ser su genial melodrama Cuentos de Tokio, una de las obras mayores del cine, un filme de incalculable gravedad no fácil de ver, pero esencial, indispensable, cuando se atraviesa su primera visión y se contempla con los ojos cerrados su apasionante subsuelo a los recuentos de críticos e historiadores de las diez mejores de la historias de Japón. Un cineasta que hizo de su arte algo sublime con un  esmero exquisito de las formas un estilo de  poeta -de mirada dolorida y resignada, pero generosa con las gentes que mira de la caducidad de las cosas; del declive de nobles formas de amor, amistad y de existencia. Cristalizaciones del espíritu que son atrapadas por la cámara de Ozu en su suave movimiento de disolución, en la rampa de su acabamiento, en la fugacidad imperceptible del suceso de vivir.
Dirigió y  escribió, alrededor de medio centenar de filmes, algunos de talla excepcional en su etapa de madurez, como también, obras maestras que constituyen un capítulo esencial del esplendor del cine y que son una de las aportaciones individuales más ricas a la creación y evolución de un lenguaje cinematográfico moderno, pues de ella se alimentan incontables cineastas de talento como -Michelangelo Antonioni, Wim Wenders, Víctor Erice y  Paul Schrader.
Bastaría, para hacer a su obra imperecedera, el retrato que Ozu hace de su tiempo. Pero su ingenio no se agota en la precisión y agudeza de su testimonio social e histórico y va más allá de él: atraviesa su tiempo y entra en la hazaña -que sólo algunos, muy pocos, cineastas elegidos han emprendido- de la representación del tiempo, el enigma de su sustancia, que sigue siendo la médula de toda conquista de lo sublime. Salta así Ozu, desde la angostura del mundo de paredes adentro, de los silenciosos y luminosos rincones de la supervivencia de la pequeña burguesía japonesa a una comprensión del mundo, una especie de enigma de la existencia humana.
Pero no hay sensación de caída en el formalismo en la composición de la secuencia, que fluye en un tan preciso y ágil continuo, que hay que hacer un esfuerzo de concentración para percibir los saltos de toma a toma. Así, el montaje no se ve, es translúcido, y el filme discurre como si fuera una única toma, un largo plano-secuencia.
Para terminar con este artículo podría señalar que las películas de Yasujiro Ozu, nos llevan a  examinar las luchas de base que todos nos enfrentamos en la vida: los ciclos de nacimiento y la muerte, la transición de la niñez a la edad adulta, y la tensión entre tradición y modernidad. Sus títulos suelen hacer hincapié en el cambio de estaciones, en un contexto simbólico para las transiciones de la evolución de la experiencia humana. Al menos esa es la sensación que me ha quedado al ver “Cuentos de Tokio” y  “Finales de otoño”.






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