miércoles, 2 de noviembre de 2011

BASTARDOS SIN GLORIA

Es un nuevo vuelco y tal vez una película que va más allá en términos de atrevimiento. Tarantino no teme robarle el título a otra producción (la italiana “Bastardi senza gloria”, de 1978), extender el género de cine bélico hacia lo insospechado y pasar por alto la Historia con un descaro que molestará a estudiosos del pasado. La trama no es menos polémica: un escuadrón de soldados norteamericanos se dedican a matar nazis cruelmente y elaboran un plan para terminar con el mismísimo Führer.
La discusión frente a lo que pareciera ser una medida impresentable, pueril y políticamente correcta de simpatizar con el pueblo judío se verá minorizada frente a una cinta que no se toma en serio y que, considerando el tema, se aproxima más al “Gran dictador” que a cualquier drama emocionalmente manipulador sobre el Holocausto. Es que en “Bastardos sin gloria” todos los personajes son ridículos, caricaturescos, desde el soldado ultra-yanqui que interpreta Brad Pitt, pasando por Hitler hasta un simpático y diplomático agente nazi que toma leche mientras hace el trabajo sucio (el personaje se robará la película).
Lo rescatable de esta sátira descarada es la libertad de Tarantino para mezclar largas escenas de diálogos (hay más conversaciones que acción), jugar hábilmente con los recursos cinematográficos, tejer líneas narrativas paralelas y aprovechar de homenajear al séptimo arte, ya sea a través de una discusión sobre películas (uno de los agentes se desempeñaba como crítico de cine antes de la guerra) como mediante un final apoteósico que transcurre en medio de una función.

  
No es que cada película sea una obra maestra ni mucho menos (su única entrega verdaderamente impecable y redonda seguirá siendo la primera: “Perros de la calle”), pero hay que reconocerle que Quentin Tarantino tiene la capacidad de renovar nuestro asombro con cada entrega. En 1997, todo el mundo esperaba que “Jackie Brown” fuera una suerte de “Pulp Fiction”, pero en cambio se trató de un thriller maduro y elegantemente armado. Luego vino “Kill Bill, Vol. 1”, delirio de cinéfilo que poco se pareció a su segunda parte, más dialogada y sentimental. Esperando la misma espectacularidad acudimos a “Death Proof” pero nos topamos con un filme menor, la mitad de un pack (junto con “Grindhouse”, de Robert Rodríguez).
Sin lugar a dudas que el sello del director se hace presente en este film,donde se mofa de un tema que el cine suele abordar con “gravedad” y lo hace llevándolo hacia la ridiculización y la ludopatía cinéfila, terrenos predilectos de un realizador que en más de una oportunidad ha declarado saber más de películas que de la vida misma .


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